Historias de Ausencias
Elizabeth Naranjo – Amor en tiempo de cambios
Alejandro Rodríguez – Cuarentena
María Dolores Cabrera – El Balcón
Raúl Real – # Día 11 # Júpiter pop song
Jordi Almeida Butiñá – Días de perro
José Herrera Jiménez – El Mundo de ayer, ya no existe
Sophía Castelanos – La muchacha en la ventana
Alexandra Aguirre – La nueva vecina
Carlos David Arcos Jácome – Epitafio para una nación
Franklin Reinoso – No son sesenta, son miles
Ángel Francisco Murillo – Primeras palabras
José Cajamarca – Una larga lucha
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07h00
Josha Montaño
17 de abril 2020
07h00: Me despierto más tarde de lo usual. Mi vida sigue siendo alterada[1]. Me acuesto más tarde de lo usual. A pesar de estar en cama la mayor parte del tiempo, me siento cansado. Aunque las personas alrededor mío me piensan como un holgazán impecable, y no los culpo[2]. Paso la noche y parte de la madrugada revisando redes sociales y días saltados páginas pornográficas. Veo, callado, lo de siempre. Mi interacción no pasa de unos cuantos ‘me gustas’, miradas impasibles a ese rectángulo brillante, y breves estimulaciones a mi pene[3].
Anoche fue la primera pelea fuerte con mi novia desde que inició el confinamiento. La recriminación, que comenzó de mi parte, se basó en lo siguiente: el no poder verla por videollamada. Estoy obsesionado en tenerla presente cuando pueda, aun más en momentos tan confusos como estos[4]. Siento que no hablo con nadie más que con ella. Me dice que está muy estresada, preocupada por la enfermedad de turno y ocupada por las diferentes labores que le manda su jefa. En estos días ha mantenido conversaciones con una psicóloga, dice que le ha ayudado a manejar su ansiedad. Sugiere que lo intente[5].
09h00: Desayuno. Cociné para mi madre y para mí. No me baño hace 4 días, y no me lavo la boca hace 8. Importa muy poco. La última vez que salí de la casa fue el mismo día que me bañé. Estuve afuera por 10 minutos por comprar cosas en la farmacia y tienda más cercanas. Enseguida entré a casa y volé a la ducha. Tengo mucho miedo de portar el virus y contagiar a mi madre[6]. Ella está dentro del grupo vulnerable ante la nueva pandemia. Tiene una enfermedad crónica, con la cual lleva luchando 1 año, proceso en el cual mi familia y yo nos decepcionamos de lo que ya sabíamos: el deficiente sistema de salud pública carcomido por la corrupción[7], y el negligente sistema de salud privada cuando no se tiene el dinero al día. Por la televisión pasan, con irrisoria nostalgia y ansias patrióticas, viejos partidos de la selección ecuatoriana de futbol en el mundial Alemania 2006. Época en la cual mi madre formaba parte de la fuerza económica migrante que sostenía a este país[8]. Desprecia lo que le preparé. Me ofendo y sigo en lo mío.
Siendo lo mío el teletrabajo, estar pegado a la computadora, cosa que también hacía presencialmente[9]. Mi conciencia, más algunos compañeros de trabajo, me dicen que debo estar agradecido por conservar mi empleo sin ningún tipo de recorte y con flexibilidad de horario. A pesar de pensarse, en este contexto, como un derecho irrenunciable. Y les creo. Más aun teniendo frente a mí noticias que denuncian despidos masivos e intempestivos. Continúo trabajando.
11h00: Hora de ver la primera cadena nacional del día. El primer reporte del día anunciando los nuevos contagiados y muertos a nivel nacional por Covid-19. Todo el Ecuador, en una sola comunión, mira y escucha como llega a más de 2000 contagiados y 70 muertos. Vaya idea de comunidad atomizada, reunida por este peculiar ritual[10]. Luego del momento de mayor tensión, vienen las pretensiones de apaciguamiento. Todo está bajo control. Mismas palabras que se escucharon en la rueda de prensa del 29 de febrero al anunciar que la paciente 0 había llegado dos semanas antes[11].
14h00: Comienza el toque de queda[12]. Regresa mi aburrida mirada al celular. Se muestran castigos a personas que no acatan las ordenes de restricción de uso del espacio público. Las reprimendas policiacas y militares van desde azotar a la gente mientras hace ejercicio físico hasta apuntar con armas de fuego[13]. También veo comentarios al respecto. La mayoría apoya los actos de la policía nacional y las fuerzas armadas[14]. Recuerdo octubre, el odio a esas instituciones. El odio a todo lo que está pasando. Y ahora siento miedo del porvenir.
Sigo trabajando y atendiendo a mi madre.
17h00: Segunda cadena nacional del día. Las escenas se repiten. A esta hora no tengo miedo, tan solo ganas de contraer el virus y escupir en la cara de los gobernantes[15]. Recuerdo las palabras del vicepresidente: “Si ustedes ayudan, no llegaremos al momento en que tengamos que escoger a quién salvar y a quién no”[16].
20h00: Me dedico a leer, escuchar música y hablar con las personas que amo.
23h00: No puedo dormir. Reviso redes sociales. Hoy no tengo ganas de pornografía. Y las escenas se repiten.
03h00: Y bien, la guerra!
[1]Biopolítica: según Foucault, el disciplinar al cuerpo dócil y sus componentes a través del ejercicio del poder. Administrar la vida del cuerpo dócil a través de discursos que lo hacen enunciable, inteligible.
[2]Sujeto de rendimiento: según Byung-Chul, el producto de una ideología que presiona al sujeto a desear ser explotado por sí mismo para cumplir diversas acciones con el fin de producción, consumo y (auto)realización.
[3]Gestión pornográfica: en palabras de Preciado, “estas técnicas de biovigilancia se introducen dentro del cuerpo, atraviesan la piel, nos penetran; (…) los dispositivos de biocontrol ya no funcionan a través de la represión de la sexualidad (masturbatoria o no), sino a través de la incitación al consumo y a la producción constante de un placer regulado y cuantificable. Cuanto más consumimos y más sanos estamos mejor somos controlados”.
[4]Paterfamilias: figura del derecho romano que enunciaba al hombre que tenia potestad sobre la vida de los otros en el plano público y privado.
[5]Siguiendo a Foucault, discurso ordenado por un saber de varios componentes sobre el cuerpo dócil. A propósito de esto, Artaud diría antes de insultar a Lacan: “Frente a la lucidez de Van Gogh en acción, la psiquiatría queda reducida a un reducto de gorilas, realmente obsesionados y perseguidos, que sólo disponen, para mitigar los más espantosos estados de angustia y opresión humana, de una ridícula terminología, digno producto de sus cerebros viciados”.
[6]Byung-Chul acepta el regreso del paradigma inmunológico, en el cual se imponen muros ante la otredad y el cuerpo es formado por la disciplina y una fuerza negativa de prohibiciones. En cuanto la fase contemporánea del capitalismo ve la mercancía lograda en la formación del sujeto a través de fuerzas positivas de permisiones ilimitadas.
[7]Zizek: “Entonces, ¿por qué miles de empresarios y políticos han hecho lo que documentan los papeles de Panamá? La respuesta es la misma que la de la adivinanza jocosa y ordinaria: ¿por qué los perros se lamen los testículos (y los varones no lo hacemos)? Porque ellos pueden”. A propósito del perro, consultar Paul Granda, actual presidente del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social.
[8]Flujo migratorio provocado por el feriado bancario y la dolarización del Ecuador en 1999. A propósito de esto ver “¿Por qué celebrar la dolarización?”: https://www.youtube.com/watch?v=KOAumBeRcREVideo en el cual se invita a un evento conmemorativo organizado por laUSFQ. También: “. En los 90 las tasas de suicidio continuaron ascendiendo hasta 1999, año en que pese a la fuerte crisis económica que atravesaba el país, se produjo un descenso anómalo llegando a una tasa de 1.8 por 100.000 habitantes. Este hecho llama la atención y muestra ser contrario a las tendencias suicidas de otras partes del mundo, en las que este fenómeno se intensifica con las crisis económicas y el desempleo. A comienzos del siglo veintiuno vuelven a despuntarse las tasas de suicidio en el Ecuador. Así, comienza con el 4.3 en el año 2000, asciende rápidamente a 5.3 en 2003, luego a 6.1 en 2004, a 7.1 en 2005, para caer levemente a 6.7 en 2006” (Betancourt, Andrea. El suicidio en el Ecuador: un fenómeno en ascenso).
[9]Preciado: “Los Gobiernos llaman al encierro y al teletrabajo. Nosotros sabemos que llaman a la descolectivización y al telecontrol”. Ahora que uno anuncia su existencia de manera estrictamente virtual, somos los cyborgs concebidos naturalmente de los que habla Andy Clark, cuya mente extendida a la maquina se vuelve no tan solo un dispositivo de vigilancia, sino un apéndice del cuerpo dócil. Maquina deseante, Deleuze sixit.
[10]Guy Debord: “Toda la vida de las sociedades en las que dominan las condiciones modernas de producción se presenta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que era vivido directamente se aparta en una representación. Las imágenes que se han desprendido de cada aspecto de la vida se fusionan en un curso común, donde la unidad de esta vida ya no puede ser restablecida. La realidad considerada parcialmente se despliega en su propia unidad general en tanto que seudo-mundo aparte, objeto de mera contemplación. La especialización de las imágenes del mundo se encuentra, consumada, en el mundo de la imagen hecha autónoma, donde el mentiroso se miente a sí mismo. El espectáculo en general, como inversión concreta de la vida, es el movimiento autónomo de lo no-viviente. El espectáculo se muestra a la vez como la sociedad misma, como una parte de la sociedad y como instrumento de unificación. En tanto que parte de la sociedad, es expresamente el sector que concentra todas las miradas y toda la conciencia. Precisamente porque este sector está separado es el lugar de la mirada engañada y de la falsa conciencia; y la unificación que lleva a cabo no es sino un lenguaje oficial de la separación generalizada”.
[11]Mismas palabras que se escucharon en las revueltas de octubre 2019. A partir de las cuales hubo recortes presupuestarios para educación y salud y mayor inversión en equipos bélicos y de defensa para la policía y las fuerzas armadas.
[12]Agamben dirá que se toma el virus para normalizar el estado de excepción a nivel global. Siguiendo esta línea de pensamiento, toda la humanidad estaría sujeta en este momento a la nuda vida. Las vidas de los homo sacer despojados de derechos son virtualmente nulas. El 29 de marzo, el congreso peruano eximió de responsabilidad penal a los militares, como un ejemplo de esto.
[13]La justificación que halla el servidor público para estos actos es el seguir ordenes, ser burócratas de la ley y del monopolio de la violencia (Weber). Ante esto, se recuerda que la misma respuesta tuvo Eichmann en su juicio por perpetrar crímenes nazis. El cuadro fue inmortalizado por la filósofa Hannah Arendt bajo el concepto ‘banalidad del mal’.
[14]Fascismo y odio a la pobreza, al subempleo y la carencia de ingresos de ese sector afectado por el aislamiento. La tasa de desempleo, subempleo, empleo no remunerado, y otro empleo no pleno para el 2019 según el INEC es, unificada, de 61.5%. Dentro de esta cifra están los mercados populares, que han sido en un primer momento cerrados y luego su funcionamiento ha sido parcializado.
[15]Bioterrorismo como un placer armado, la tensión anarquista de Bonnano. Además, el odio ante el privilegio del patrón como leitmotiv primero de la insurrección en la subjetividad colonizada de la que habla Fanon.
[16]La necropolítica sale de la boca del segundo mandatario. Achille Mbembe crea este concepto para pensar la atribución del derecho de matar, de permitir vivir, y dejar morir.
Amor en tiempo de cambios
Elizabeth Naranjo
13 de abril 2020
Todo se había planificado cuidadosamente por un año, después de mi graduación regresaría a mi país Ecuador junto a mi futuro esposo, anhelaba tanto volver a ver a mi familia y compartir con mis amigos, pero de repente todo tuvo un giro inesperado, 48 horas antes de emprender el viaje comenzaron a cerrar fronteras. Junto a mi futuro esposo estábamos en el aeropuerto de Santiago de Chile, la aerolínea no sabía si el vuelo estaba cancelado o no, la fecha de vuelo era el 16 de Marzo a las 5:30, la disposición del Gobierno de Ecuador para ese día era que ningún extranjero podría ingresar al país, tratamos de embarcar antes pero no hubo disponibilidad en ninguna aerolínea, la tensión en el aeropuerto se sentía por todos los viajeros lejos de su tierras y familia.
Decidimos esperar en el aeropuerto desde las 10:00 am del domingo 15 de marzo, la aerolínea a las 3:00 am nos comunicó que él no podía embarcar por no ser Ecuatoriano, en pocos minutos tuvimos que decidir entre quedarnos los dos o que yo partiera, en esa tierra ya no teníamos nada, ni trabajo, ni vivienda la incertidumbre se apoderó de nosotros y sin más pensarlo él me pidió que regresé, que él se quedaría, y que en cuanto todo pasé volveríamos a vernos.
Un beso fugaz de despedida un dolor que se apoderaba de todo mi ser, partí dejando atrás un pedazo de mi corazón, abordé el avión con la tristeza más profunda que quema desde lo más profundo del alma y la incertidumbre de no saber qué pasará después.
Llegué a mi tierra prometida, el sitio donde nací, me esperaba la familia de donde provengo pero deje la familia que formé.
La cuarentena inicio para los dos en lugares diferentes preguntándonos que había pasado, por qué todo cambio por que el destino nos separó en dónde estuvo su capricho. Ahora en la distancia nos une la añoranza de nuestros proyectos y una pantalla que nos hace sentir un poco más cerca, y cada noche mirando al cielo repetimos cada uno en nuestra habitación ¡esto pronto pasará! y volveremos a abrazarnos y el mundo volverá a girar y el sol brillará con más intensidad.
Cuarentena
Alejandro Rodríguez
19 de abril 2020
Recostado, con los ojos cristalinos, la mirada en el techo, las lágrimas en el suelo, boca arriba, yacía el cuerpo de Juan, tomando conciencia de que se encontraba a punto de morir. La tristeza, la música de fondo, los relámpagos en el cielo y la lluvia en la ventana, eran señales de que todo había acabado. El televisor a medio noticiario anunciaba el final de la cuarentena, y él, él había terminado ya con todo con un montón de pastillas y media botella de vodka. En la mesa había una nota que decía: “lo siento mamá, ya no soporto el encierro y la violencia de preguntarme quien soy y que hago a mis 24 años. Te amo, cuida a papá.”
El Balcón
María Dolores Cabrera
4 de abril 2020
Estoy arrimada en las barandas del balcón de la sala de mi departamento. Vivo en el quinto piso de un edificio en el centro norte de la capital. Me independicé hace poco y abandoné la casa de mi madre para afrontar la vida sola y desafiar las vicisitudes de la edad adulta. Hasta hace unos días, a esta hora de la tarde, solía mirar asombrada la cantidad de tráfico que congestionaba la avenida. Desde esta misma ubicación podía escuchar las bocinas de los coches, el ruido de los motores y el bullicio de la gente. Personas caminando con los pasos y los pensamientos acelerados, tratando de llegar a algún sitio lo más pronto posible. Rápido. Emergente. Como si quisieran ganarle al tiempo, al espacio que ocupan, a la vida misma. Me parecía absurdo. Yo estaba segura de que en la mayoría de los casos, la urgencia apostaba por algún fin económico. Llegar al trabajo. Ir al banco. Entregar un pedido. Vender o comprar algo. Cobrar dinero. Cerrar un negocio. Ir a centros de estudio. También habría casos en los que quizás el apuro respondía a alguna necesidad de la salud, pero en su mayoría debían ser pretextos para justificar la existencia: Negocios, producción, trabajo…
Miro hacia abajo pero hoy no hay tráfico. No hay transporte público. No hay un solo carro, ni bicicletas, ni motos. No hay transeúntes, ni vendedores ambulantes, ni ruido. Silencio y soledad en medio de un toque de queda que espanta. Es como si, de pronto, el tumulto humano hubiera finalizado, quizás para siempre. Especulo con esa idea. Al principio estoy consciente de que lo hago. La humanidad extinguida y yo aquí parada en este balcón mirando lo que ha quedado de sus rezagos. Los restos de sus hazañas. El vano resultado de su esfuerzo. Sus construcciones. El cemento. Las casas. Las calles. Las tiendas. Los escaparates. Los carros estacionados dentro de los garajes que a duras penas se ven desde donde yo estoy. La gente de mi ciudad desapareció. Ya no existe. Las personas de mi país tampoco. El continente se quedó sin población y el planeta se encargó de liquidar a la humanidad que lo habitó. La enfermó y la mató. Pero yo sigo aquí a pesar de que también soy mortal, tengo un nombre y un apellido humano y aún estoy con vida. ¿Qué voy a hacer con una existencia solitaria, si soy la última presencia sobre una tierra desierta?
De pronto, un súbito escalofrío me recorre por debajo de la piel. Decido dejar el balcón y entrar al departamento. Siento un nudo en el estómago. Angustia. Pienso que puede ser hambre y voy a la cocina. Abro el refrigerador y me quedo mirando lo que hay dentro. Miro la comida. ¿Cuánto tiempo puede durar todo esto si ya no hay humanidad? Nadie va a producir alimento. Pronto no habrá luz, ni agua potable. Tomo dos tajadas de pan y pongo un pedazo de queso entre estas. Cojo un vaso y lo lleno con jugo. No hay humanidad. Esa frase la oigo repetida en mi cabeza y golpea intermitentemente mi cerebro.
¿Pierdo o gano con esta realidad de ser la única sobreviviente? Puedo recorrer las avenidas, los caminos, las carreteras, el campo. Ir por donde yo quiera. No van a cobrarme por tomar lo que deseo. El aire puro, sin contaminación. Ausencia de bullicio, de aglomeración, de gritos. No existirán peleas ni agresiones. No habrá ofensas, ni resentimientos, ni odio; tampoco injusticias ni pobreza. Desaparecerán los crímenes, los robos y secuestros. Cesarán los accidentes. No se escuchará el llanto de niños hambrientos ni las súplicas denigrantes de los mendigos y todo eso es bueno pero tampoco voy a conversar con alguien. Ni un diálogo. Ni un saludo. Ni un abrazo. Nadie me brindará una sonrisa o un gesto amable. No recibiré apoyo o una palabra de consuelo, ni compasión, ni cariño; tampoco podré darlo yo. Salgo de nuevo al balcón y veo cómo un jilguero cruza hacia el edificio de enfrente. Bajo la mirada y observo un perro inquieto que está igual de asustado que yo. Busca algo, husmea, huele. Podemos hacernos compañía, pienso, pero el animalito se apresura huidizo por una transversal y pronto lo pierdo de vista. Vuelvo a perder la esperanza de no quedarme sola.
Estoy fantaseando. La idea de que la humanidad se ha extinguido es solo un desvarío de mi pensamiento. Una idea loca pero, ¿por qué siento entonces un miedo repentino tan atroz de que sea verdad? Tal vez quiero engañar a mi mente, auto convencerme de que es solo un juego de mi imaginación. Veo una sombra que atraviesa veloz. No alcanzo a divisar si se trata de un pájaro o de un espíritu o de una nave fugaz. Quizás son seres de otra dimensión que me observan, me estudian, me controlan. ¿Y si fueron ellos quienes maquinaron todo esto? Escrutar sobre mi reacción frente al miedo, frente a la incertidumbre de la total, de la absoluta, de la imperiosa y rotunda soledad.
Siento frío. Tirito. Me mareo. Entro. Voy a la cocina otra vez. Estoy temblando. Advierto palpitaciones aceleradísimas en el pecho y mi pulso galopa. Consigo abrir el anaquel y saco una funda de té. Enciendo la estufa y caliento agua. Preparo la infusión y la bebo hirviendo. Me quemo. La dejo. Voy a la sala. Vuelvo a mirar por el balcón. Me siento íngrima. No hay gente y tengo mucho miedo. No entiendo por qué me he quedado sola en la ciudad, en el país, en el continente, en el planeta. Miro al cielo en busca de esos seres que tal vez me mantienen con vida pero ¿por qué? ¿Para qué?
Entro. Me siento en el sofá y de pronto, timbra el teléfono. Me altero. ¿Qué pasa? ¿Quién llama? Contesto. Escucho una voz que me suena familiar. Estoy confundida. No hablo pero alguien me llama. Repite mi nombre una y otra vez. No sé quién es. No respondo hasta que grita:
–¡MARIELA! Mariela, hija. ¿Estás bien?
–¿Mamá?
–Sí, hija. Soy yo, mamá. ¿Estás bien?
–No. No, mamá. No estoy bien. No podía reconocerte. No recuerdo nada, mamá. No sé si lo que vivo es cierto o falso ¿Por qué no hay nadie en las calles? ¿Qué ha pasado? Pensé que la humanidad había desaparecido, que estaba sola. No sé si lo imagino, no sé si es verdad pero tú estás…
_Estamos en cuarentena, hija. Nadie puede salir a la calle. Todos debemos permanecer dentro de nuestras casas por este maldito virus que ha atacado al mundo. El Covid19, ¿lo recuerdas? Una pandemia. Una maldición. Una pesadilla, pero tranquila, Mariela. Pasará y volveremos a juntarnos. ¿Mariela? Contéstame. ¿Qué ocurre?
Después de un intervalo silencioso y de varios “Mariela” alterados retumbando en mis oídos, respondo:
-No es nada. Estoy bien, mamá. Solo es fiebre. Tengo fiebre, nada más.
Apago el teléfono. Ahora estoy tranquila, sosegada y en paz mientras sonrío al ver a los seres de esa otra dimensión que han detenido su paso fugaz y me miran curiosos, pendientes, vigilantes desde el balcón.
# Día 11 # · Júpiter pop song
Raúl Real (Madrid)
9 abril 2020
Pedrito duerme. Siempre lo hace así, con su capa extendida por encima de la colcha. Lleva un raquítico pijama azul turquesa con un estampado de pistolas laser de diversos tamaños. Tiene el pulgar de su mano derecha metido en la boca y una pequeña gota de baba brillante se desliza por uno de sus carrillos. Son las nueve de la mañana y desde hace días en la calle hay un silencio que le pone un poco nervioso. Un par de puntos de luz se reflejan en los ojos del muñeco de Spiderman que trepa por la estantería mientras una mosca ofrece su último aleteo dentro del vaso de agua con limón que reposa en la mesita. La persiana de su cuarto no está cerrada del todo. Pedrito tiene miedo a los monstruos que viven en la oscuridad, aunque nunca se lo ha dicho a mamá, no se vaya a pensar que es un miedica. Ya es mayor para eso. Una noche, los terribles monstruos, se presentaron a traición y tuvo que luchar contra ellos. Fue una batalla cruenta que duró más de seis horas. Al final salió victorioso de la contienda, pero uno, el más fuerte, consiguió escapar malherido y de vez en cuando se presenta en mitad de la noche en busca de venganza.
El despertador de la Patrulla Canina comienza a ladrar y Pedrito se despierta contrariado. Estaba soñando con Olivia. Volaban en una nave espacial sobre una playa desierta, en la que vez de arena había lava incandescente y lenguas fuego. Eran los últimos supervivientes sobre la faz de la Tierra y ella estaba a punto de besarle. Y no en cualquier lugar ¡En la boca¡ Pedrito sufre una leve erección, así que, algo avergonzado, espera un par de minutos antes de levantarse. Mamá canturrea en la cocina una copla mientras prepara el desayuno. Huele a pan tostado y a chocolate. Pedrito espera que se la baje la colita repitiendo para sí mismo los planetas del sistema solar que brillan adheridos al molde de escayola del techo. Su planeta favorito es Júpiter, por el nombre y porque además es el más grande de la galaxia y seguro que puede a todos los demás. Le gustaría vivir allí. Su padre, sin ir más lejos, vive en el espacio desde hace muchos años. Mamá le dijo que se había convertido en una estrella fugaz, pero Pedrito no es tan bobo como para tragarse esa patraña. Vamos, menuda trola, una estrella, eso no hay quien se lo crea. Su padre seguro que vive en Júpiter, como haría él. La erección desaparece, así que Pedrito se levanta y se ata a la espalda una capa amarilla que lleva una P bordada en naranja sobre un parche de tela negro. La P de Pedrito. De que iba a ser si no. Después se pone las medias rojas del atlético de Madrid por encima del pantalón del pijama y por último se calza sus viejas zapatillas de la suerte. El olor a la leche frita le llega ahora a través del pasillo como una dulce bendición. Cierra los ojos y abre ligeramente las aletas de la nariz. Suspira. Tiene hambre. Pedrito, aparte de una desbordante imaginación, siempre ha tenido un gran apetito.
Después de dispensarse un generoso desayuno, extiende la esterilla en la pequeña salita y comienza sus ejercicios: un poco de psicomotricidad y algo de coordinación para abrir boca. Los estiramientos hacen que le entren ganas de hacer caca. Así que se mete en el baño y se pasa un rato largo sentado en la baza ojeando un ejemplar antiguo del Increíble Hulk. Su madre le llama desde la cocina y cuando le pregunta si ya se ha lavado las manos y los dientes. Pedrito se echa una mano a la cabeza, despliega una gran sonrisa y exclama:
—¡Qué despistado soy!
Mamá se acerca al baño, le da un beso en la frente y le dice:
—Caminando… — mientras menea la cabeza y señala el lavabo.
Luego mamá vuelve a la cocina y se pone a preparar una sopa de pescado y unas manitas de cerdo. Pedrito se sienta en la mesa camilla de la salita y comienza a realizar las actividades que le han mandado hacer mientras tenga que estar en casa encerrado. Suena el teléfono y Pedrito se levanta a cogerlo, cualquier excusa es buena para dejar de lado las tediosas fichas y los tests con esos extraños dibujos geométricos. Es la tía Julia. Ya lo sabía. Es la única persona que llama, bueno a veces llaman los del gas, los de la luz o los del agua, pero su mamá le ha dicho que si no es la tía Julia, ha de colgar inmediatamente.
—Pedrito, cariño, dile a mami que se ponga…
—Voy corriendo, tita Julia.
Pedrito entra a la cocina cuando mamá ya se está limpiando las manos con el trapo.
Mamá habla por teléfono con la tía Julia. Lleva unos días triste. Pedrito se da dado cuenta y a veces siente que se le encoge un poquito el corazón.
—Te lo agradezco, querida —dice mamá— pero no nos vamos a marchar de aquí bajo ningún concepto. Lo sé, lo sé. Y ahora dicen que por lo menos tres semanas más…
Al rato cuelga. Mamá tiene los ojos vidriosos. Pero disimula sacando un pañuelo del bolsillo del delantal y sonándose los mocos.
Después de comer, Pedrito ayuda a mamá a recoger la vasija. Se encarga de ir secando los platos y colocarlos en una pila. Mamá también le deja vaciar el cubo de la fregona, que se cuela formando una espiral por el agujero de la baza. Luego mamá se sienta en la salita a tejer y a ver la tele. Mamá no quiere ver los noticiarios, dice que tiene miedo al bicho ese, así que se ha aficionado a un programa de un señor que viaja por el mundo en tren y que a Pedrito le parece un poco rollo. Por lo que se encierra en su cuarto, abre el baúl y se pone a jugar con sus muñecos hasta que se aburre. Luego se acerca a la cocina coge una tableta de chocolate blanco de la despensa, vuelve a la cama y se queda leyendo cómics hasta que llegan las siete. La hora del baño.
Mamá frota la espalda de Pedrito con una esponja. Le ha dicho que nadie puede saber que ella le baña, que ya es mayor, que es un secreto. Su secreto. Pedrito asiente, saca una mano de debajo del agua y hace el gesto de cerrar su boca con una imaginaria cremallera. Una película de jabón se le adhiere al bigotillo. Luego mamá le saca el pelo. Pedrito abre la boca tratando de aspirar el aire caliente que expulsa el secador y se carcajea.
—Quieeeeto…—le dice mamá con voz compresiva.
Pedrito está excitado, sabe que falta poco para que llegue el momento. Da palmadas, grita y, metiéndose los dedos a la boca, trata de silbar sin éxito. Mamá le ayuda a ponerse el traje que ella misma le tejió. Una especie de mono (aunque tiene dos piezas) de color azul eléctrico. Luego le calza unas J’Hayber blancas de velcro y extiende la capa amarilla por su espalda. Pedrito se empeña en ponerse una especie de casco que imita al del Capitán América y que ambos diseñaron con una caja de cartón. Mamá accede a la petición.
En la calle alguien lanza un cohete para dar la señal. Son las ocho en punto de la tarde, así que mamá ayuda a Pedrito a salvar el escalón del balcón, cada vez tiene las piernas más atrofiadas. En ningún momento le suelta el brazo. Cuando Pedrito aparece sobre la plataforma los aplausos se multiplican por diez. Lo vecinos se dejan las manos y se ponen a corear al unísono ¡Pedrito, Pedrito, Pedrito, Pedrito, Pedrito! En el edificio de enfrente , en el cuarto piso, vive Olivia que también aplaude a rabiar. Sonríe. Está más guapa que nunca. Pedrito se pregunta cómo todo el vecindario acabó descubriendo lo de su batalla nocturna. Él intentó no montar demasiado escándalo, aun así, agradece los aplausos con una sonrisa condescendiente. Sus vecinos de arriba, unos hermanos moldavos que trabajan en la construcción, apuntan con unos punteros laser al cielo. Pedrito está realmente impresionado. Puede que esas luces verdes estén llegando ahora mismo a Júpiter, o incluso más allá.
Días de perro
Jordi Almeida Butiñá (Cuenca)
9 de abril 2020
I
Algo pasaba, aunque muy al interior al principio, pero algo andaba pasando con los humanos que me encontraba. Iban más distraídos de lo acostumbrado, si bien no dejaban de hablar de lo mismo. Recuerdo que un viejo compañero (de quien no recuerdo su nombre por algún motivo pero si lo que me dijo) me solía remarcar lo obsesivos que pueden ser los humanos cuando una idea se les mete en sus cabezas.
Así los iba observando mientras me detenía a descansar en el mismo lugar bajo de un árbol cerca de la orilla del río. Hablaban sobre algo lejano, muy extraño para ellos, pero lejano como solían repetirse después de un suspiro para sentirse tranquilos. Claro, estaba lejos, así que comentárselo varias veces les daba esa seguridad para seguir con sus asuntos de un lado al otro de la ciudad.
De pronto esta idea fue cambiando, y así fue como fueron apareciendo, no muy seguido al principio de que lo que parecía lejano ya no lo era tanto. La única, y hasta ese momento última vez que había visto algo parecido fue en mi infancia cuando un humano lo llevaba puesto encima de su boca mientras me observaba con fuerza, pero con cierto cuidado, muy dentro de mis oídos. A eso lo llaman mascarillas y supuse que aquello sólo se encontraba en esos lugares fríos.
Pero esos rostros tapados de boca y nariz fueron multiplicándose a medida que continuaba con mi rutina de ir yendo por el centro de la ciudad y volver a descansar bajo el mismo árbol cerca del río. En esos momentos ya prestaba más atención, y fue curioso descubrir que no todos lo llevaban puesto igual; en su lugar, podían distinguirse por todos esos colores y rayas que los caracterizaban. Eso sí, los miraba caminar con más prisa, sin darse un instante para ver por dónde andaban, pero sí atentos de quién estaba cerca, lo cual es también curioso porque muchas veces pasé desapercibido para ellos, incluso estando a diez pasos de distancia, o hasta menos.
II
Desde que empecé a ir y venir por las calles de esta ciudad, me había acostumbrado a obtener algo de comida si demostraba cierta persistencia, tal como me enseñó otro compañero de viaje de quien tampoco recuerdo su nombre pero sí su enseñanza. Por algo debe ser. Y vaya que lo lograba hasta que el cambio de panorama invadió virulentamente las cabezas de los humanos. No sé lo que significa virulento, pero tantas veces lo escuché que ya va quedándose en mi lenguaje; y eso era lo único que se quedaba más tiempo en mi boca.
Por eso fue que rompí con lo que me indicaba mi rutina, y en su lugar decidí prestar más atención a mi instinto que me insistía ir a dónde obtener algo más sustancioso para distraer mi estómago. Pero con cada día mi instinto me daba menos pistas, del mismo modo en que me encontraba con menos gente, la mayoría solitarios lo cual era extraño para su especie, pero eso sí, todos con más prisa que antes, llevando consigo una o varias fundas llenas de comida y quién sabe qué más para también distraer sus estómagos en el resto del día en que ya no encontraba a nadie más.
Como he mencionado, las cosas como las tenia conocidas dentro de mi cabeza habían cambiado radicalmente. En un momento estaba en mi casa, con un lugar cálido, con comida y agua a mi disposición, y a lo siguiente que me daba cuenta descubría esa palabra en la última pareja que me encontré, y quienes además fueron los únicos que se detuvieron en saludarme siquiera un rato mientras me ofrecían algo de comer. No recordaba la última vez que sentía el sabor en cada mordisco que daba con gusto.
Cuando el sol se detenía en el punto más alto del cielo, en lo que me quedaba bajo la sombra del árbol cerca del rio, me daba cuenta que el viento se movía de otra forma, trayendo consigo un aroma más ligero y suave que entraba en mis pulmones sin mucho esfuerzo; y no sólo eso, porque el cielo también fue cambiando, siendo así que hay días en los que he visto un inmenso azul brillante o a un completo gris que están desde la mañana hasta el atardecer. El último cambio que pude notar fue al río sin esa extraña fragancia que despedía con angustia.
III
Me aventuré en cambiar mi trayecto, por más que otro de mis compañeros de viaje me haya advertido que lo mejor era continuar por el mismo camino si se quiere volver a casa. Tal vez sea por eso que no lo volví a ver y por eso es que tampoco he vuelto a casa. Pues bueno, en aquello anduve, pasando de las estrechas calles del centro con sus casas pequeñas y avejentadas, a ir por las largas avenidas antes ocupadas por la estridencia de los autos y el oscuro humo, pero que al pasar me las encontraba desiertas entre esos grandes edificios con pocos años de haberlas terminado. Ahí fue dónde encontré de vuelta a los humanos tras muchos días en los que no daban señal, pero ninguno salía como ya iban haciéndose costumbre, y cada uno de ellos iba mirando perdidamente desde sus ventanas por dónde yo andaba.
Podía notar cómo me observaban detenidamente, y si no estoy mal, se hacían preguntas que no sabría decir si se referían a mí, tal vez porque estaba menos limpio, delgado y con más pulgas que antes, o del por qué ellos permanecían encerrados más de lo habitual y en mayor número. Esto lo fui observando cada vez que el sol volvía a descender por debajo de las montañas, y es que si algunos regresaban, después de hacer cosas tan raras como caminar sin nada más que sus cuerpos sin pelo o cayendo del cielo tratando de ser pájaros, otros se iban quedando en las calles durante horas, o incluso un par de días en los que me acerque para estar seguro si realmente se estaban moviendo o no, siendo lo segundo en la mayoría de casos.
Esto me recordó a otro compañero de viaje y su consejo, siendo que nunca revisara lo que había dentro de las fundas verdes. Negras o blancas sí era permitido si se sabe cómo mover los restos con el hocico, pero de las verdes había que tener cuidado. Unos cuantos de los míos no tenían presente esta información, o no les importaba tras varios días sin encontrar otras fundas que esas. Y no los culpo por ello cuando se está con el estómago casi vacío, pero cuando la envoltura estaba difícil de romper, o porque no se podía ir más lejos por la alarma de una voz, ahí era cuando se llevaban a los que estaban dentro de esas fundas en medio del estruendo de las luces rojas y las sirenas que no paraban de escucharse hasta más allá de veinte cuadras de dónde se detuvieron.
Ese estridente barullo se escuchaba con más frecuencia a medida que se iba oscureciéndose cada día, yendo de ese tono anaranjado y marrón que se esparce por el cielo como fuertes lametazos que se entretejen con el frio de la noche que se acerca con intensidad para mal de mis huesos. Así llegaba el momento en que debía buscar mi refugio para otra noche en el que apenas había hincado algo de comer, y al encontrar mi pequeño nicho con el cual conservar mis fuerzas y recuperarlas un poco, antes de dormirme volvía a pensar cómo fue que salí por esa puerta sin voltear a ver hasta que fue tarde para mi suerte.
IV
Hoy por la noche, después de varios intentos de acomodarme sobre el suelo frío, llegó alguien como yo a mi escondite debajo del puente del río que mencione al principio. Con poca gana lo dejé pasar hasta que mencionó el refugio: Comida, agua y con un lugar cálido para dormir fue como explicaba con entusiasmo, y aunque hace mucho que no escuchaba a uno de los míos tan de cerca, siendo apenas sus aullidos a la distancia con los que apenas me enteraba un poco más de lo que entendía, comencé a sentirme bien al tener algo nuevo con lo cual pensar.
Finalmente me decidí por seguirlo hasta encontramos con otros como yo. Es la primera vez en muchos días que no me siento solo, y mientras avanzamos en jauría más allá de los límites de la ciudad que ha dejado de rivalizar con las estrellas, no dejó de repetirme si habrá un día en que cambiara esto, pero sobre todo, si estarán en casa recordando que me fui porque tuve la idea de estirar mis patas.
Día 9
Boris Aguirre (Loja)
7 de abril 2020
Loja 2020, Corona virus, cuarentena, miedo, el sí mismo, Dios, un escritor que hace el intento de existir normalmente, un conjunto habitacional, una guitarra.
Mi vecino el grán y honorable Ministro de estado. En la oficina era el tipo intelectual y amistoso, que como gran jefe tenía siempre una respuesta para todo, admirado y envidiado, la atención que recibía lo hacía sentir como un nuevo Atlante; Un día antes del inicio del confinamiento, usó su sueldo y compró todo el papel higiénico que consiguió, alcohol con finalidades antisépticas y recreativas, atún, arroz, papas y todo lo que cabía en el carrito del súper mercado, para él, la cuarentena eran vacaciones adelantadas.
Recogió a sus hijos gemelos de la escuela y los llevó a casa, descargó las compras, posteo una foto con su esposa e hijos en Facebook con el epígrafe de #quedateencasa, se puso ropa, comió, leyó, chateó y se aburrió, así pasaron días enteros sin que mi vecino se percate de nada a su alrededor. Al tercer día de la cuarentena, despertó de su letargo mental, ya que uno de sus gemelos le preguntó: “¿ padre cual es el miedo más profundo de mamá ? “, -entonces palideció – y , al no tener esa información disponible en su memoria ,respondió entre dientes : “miedo a las arañas” , escuchó entonces que su cónyuge bufaba, dirigió la mirada hacia donde se encontraba ella y vio que se encerraba en el baño , como muchas veces, lo había hecho antes; pero, antes él tenía otras ocupaciones y no perdía el tiempo en cosas de mujeres ,justificaba mentalmente sus actos diciendo para su interior : “ está en sus días y ya se le pasará” , antes además podía ir a encerrarse en el estudio y escribir o leer e incluso fingir que estaba trabajando, ahora, en contraste estaba obligado, a estar encerrado con ella y sus problemas de mujeres. Aunque no le gustaba la idea, tendría que ir al baño y hablar con ella, y así evitar pasar un mes en conflicto. Raudo y valiente , se dirigió a golpear la puerta del lugar de encierro de la dama , pero su mano tembló y casi se desmayó, al escuchar que su esposa , hablaba con alguien y pedía que le traiga flores y chocolates, para “aguantar el encierro , con la bestia que el destino le había dado por marido”, la rabia se le venía encima con cada palabra que escuchaba: “ no , este es un verdadero idiota” -decía ella con enojo- “ no lo dejo por que los niños aún son pequeños “ recalcaba , y como usted imaginará con cada palabra el corazón de mi vecino se achicaba, finalmente no soportó más y golpeó la puerta del baño furiosamente , desde dentro una leve voz respondió: “ está ocupado” , y él interrogó enojado: “ ¿qué tanto haces en el baño ?“ , la dama salió , y con tan solo su mirada , hizo que el hombre se estremeciera y deseara que en lugar del baño fuese una fosa y en lugar de esposa apareciere un león. Ella se dirigió a la habitación matrimonial y ahí desafiante continuó con su llamada. Como a todo macho recién castrado la furia lo consumía, intentó salir de casa, pero ya eran más de las 14:00 horas y por el toque de queda la policía lo impedía, desesperado quería ocuparse en algo, esto lo notaba yo, ya que desde mi terraza, podía ver cómo daba vueltas por todas las habitaciones de su casa. Llegado el sexto día se decidió a cambiar de estrategia ,cuando con terror advirtió llegar un ramo de flores y una caja de chocolates, no tuvo el valor para increpar a su consorte , aún obnubilado por este golpe no quería soltarla y para sí mismo decía: “ esta mujer es mía, y estará conmigo o con nadie” , entonces planeó reconquistarla, aprovechó el momento en el que fue a comprar víveres , y consiguió unas rosas ademas unos bombones de manjar blanco intentando que sean más grandes que los de su competencia. Regresó a casa se desinfectó y entregó las compras y en una cajita de cartón fino entregó a su esposa el presente, ella sin la menor expresión de conmoción,y hablando desde su centro , le dejó muy en claro , que prefería los girasoles a las rosas y el chocolate negro al blanco ,entonces vi que los ojos de mi vecino se tornaban plomos y en su rostro se delineó una sombra oscura que recorrió todo su cuerpo, giró en dirección contraria a ella y como un autómata al que le han amputado el alma subió a la terraza, me vio y dijo “mujeres” , “lo acompañé en su silencio. Me ofreció un cigarrillo, y juntos lo fumamos pero ya no estábamos ahí, ahora él era un ente y yo un chamán, con cada bocanada de humo, en silencio…, conjuramos sus demonios en el río de la vida. Al terminar el cigarro me contó todo lo que yo les he narrado, y que además por intuición , desde mi terraza ya había interpretado, pidió mi consejo diciéndome :“¿como cree usted que pueda hacer para llamar la atención de Daniela?, dudé un instante y aunque hubiese querido usar mi entrenamiento psicológico y decirle : “ disculpe usted,los psicólogos no aconsejamos” , opté por acortar la charla y le dije “ háblele sobre sus hijos, no hay nada que una tanto a una pareja como la crianza de los pequeños “ , él con la mirada perdida en el horizonte respondió: “ debo confesar, que de ellos solo sé, que se llaman Matías y Sebastián, pero pasan tanto tiempo en la escuela y en sus cursos , que realmente no sé distinguirlos , menos aún con esto de que son gemelos “ , su respuesta me incomodó y decidí terminar la conversación, que en cada momento se volvía más pesada, así que por efecto del post trance , finalmente sentencié: “ hágale el amor, sedúzcala, cántele, mande a dormir a los niños y beban un vino, escuchen un disco de la música que los enamoró, mírela a los ojos y sea sincero, dele la mano y bésela suavemente, acaricie el pabellón de su oreja” , increíblemente su semblante cambió, y con expresión de macho alfa dijo: “ es mi esposa no mi amante “, tomé prestado otro cigarro de la cajetilla que dejó en el balcón , lo encendí le di la espalda e inicié mi propio viaje a otro lugar lejano , con un gesto poco amigable me despedí.
En el noveno día vi cómo enviaba a los niños a la habitación, bajó el tono de las luces, prendió velas y abrió un vino, al ver todo esto su esposa, transformó su rostro en el de una Hannya, pero el seguía tan dormido en sus pensamientos que aunque fijaba sus ojos en ella no podía ver…, ella se bebió el vino, y cuando él se le acercó, ella le dio un beso en la mejilla las gracias y soltó una corta pero macabra risa. El aún sube a encender un cigarro, me saluda pero no me ofrece uno, mientras toco mi guitarra, de reojo veo como se derrumba su mundo.
Cuando me aburro de espiar a mis vecinos del un lado, suelo ver un piso más abajo , ahí vive un joven poeta, amigo mío, durante años lo he visto perderse en el callejón sin salida , drogas vasos besos y excesos como diría él mismo, no tiene comida, y a veces sube a pedirme luna canción y algo de atún, al iniciar la cuarentena compró lo de siempre y se abasteció de todo el licor y cigarros que pudo costearse con su tarjeta de crédito , guardó el efectivo para pagar a los dealers, que en el día 3 , le vendían mariguana con mascarilla y guantes, justamente ese día veía cómo prosperaba su arte , escribía mucho y exactamente a las seis de la tarde subía a la terraza y me leía sus poemas , hazlos canción me pedía , yo aunque lo intentaba repetidas veces , no podía , muchos de sus poemas abordaban un tema y rompían en otro , finalmente no concluían , esto me desconcertaba un poco, pero suelo guardar a mi critico interior, para mis escritos.
En el sexto día mientras mis vecinos peleaban, vi al poeta palidecer, se había fumado toda la yerba que había comprado, y aunque había llamado y escrito a todos sus proveedores, era en vano , su dealer estaba de cuarentena , esa misma tarde a la hora acostumbrada me contó agitado que había invitado algunos amigos a su casa pero ninguno quería venir , “ el miedo es aún más mortal que la misma enfermedad “ -decía-, para justificar el hecho de que nadie venía , yo solo asentía con mi cabeza , al noveno día se cansó de poner indie a todo volumen, podía observar cómo caminaba por todas las habitaciones de su hogar,sin hallar su lugar, finalmente dejó de escribir , los últimos versos que me leyó fueron :“ en el fondo de mí y desesperado, me mira a los ojos mi niño triste, intento e intento pero no tengo armas para domesticarlo “, esa misma tarde con su cara demacrada y una mochila mal cerrada , se subió a un taxi y desde allá se despedía y me decía: “ voy a casa de mis padres “, su repentina vuelta a la infancia no me sorprendió, me llamó la atención aquel taxi que se lo llevaba, pues era el mismo Taxi que trajo flores y chocolates a la vecina, desde aquel día presté mucha atención a ese vehículo , tal vez fuese la desocupación o el encierro , pero en aquel momento , la sensación de ser un detective de infieles, me producía un gran alivio.
Hace cinco meses que con rigurosidad venía ese taxi, a casa de mi vecina, llegaba todas las mañanas un poco después de las ocho y se retiraba al medio día, exceptuando por supuesto fines de semana y feriados, esta información la obtuve mediante una charla matutina con Carmen , una vecina de 65 años , que todos los días hace la misma rutina , despertarse , cagar , hacer el desayuno para su esposo , lavarse las manos, hacer su desayuno , leer una línea de la selección de poesía de T S Elliot, ensuciar cualquier trapo , llamar a su esposo a desayunar , verlo comerse lo que ella preparó , excusarse para ir a hacer cualquier cosa por las próximas cuatro horas y dejar al viejo embrutecido con el diario en la sección de política,hacer un almuerzo rápido,comer , llamar al anciano a comer , salir a charlar con sus amigas durante cuatro horas más al menos , dar de cenar al anciano , ponerse la ropa de dormir, lavarse el rostro, ver la foto de su único hijo muerto, maldecir al mundo y finalmente dormir. En el noveno día nos cruzamos en la terraza , ella había leído algunos de mis cuentos y me consideraba un bicho raro pero artístico, creía ingenuamente que yo entendía lo que me decía , cuando me veía, repetía: “ hola escritor ,¡Si todo tiempo es eternamente presente, todo tiempo es irredimible…!” ,luego, sonreía con una risa pícara de colegiala en verano, “ ese taxista” me dijo con tono de añoranza : “ es un hombre de verdad”, en mi rostro esbocé una leve sonrisa , y ella continuó: “ hace 30 años yo también tenía un hombre como él, me hacía sentir bonita, deseada , comprendida , amada , a su lado no tenia que estar constantemente atenta o tensa, ni mucho menos medir cada palabra o gesto, a veces solíamos escapar en su auto a la Laguna del Corazón, el me besaba apasionadamente, aún recuerdo que ahí, me leyó un poema de TS Elliot y entre verso y verso, nos juramos el amor. Pero la vida es así y cuando estuve por irme a vivir con él,mi pequeño hijo Ricardo enfermó , tenía apenas 11 años y toda una vida por delante , luego de su muerte yo no tuve el valor para abandonar a mi marido, no soportaba las miradas , y como todos nos juzgaban , entre dientes mis hermanas y cuñadas me hacían a mí responsable por la enfermedad de mi hijo , luego de esto el amor de un hombre no tiene sentido y muchas veces intenté acabar con esta angustia ,pero ¿no es tan fácil no, escritor? , no podemos escapar así como así de las garras de la vida , primero nos mastica, nos parte el cuerpo, la mente y llega al alma, ahí nos saborea y absorbe nuestra energía, luego, ya vacíos nos escupe y cuando creemos que viene la libertad de la muerte, nos deja reposar en un ambiente vacío y hermético por unos 20 años más …“, súbitamente vino el silencio y su rostro palideció ,noté como sus ojos tristes se abrían , intuí que a su mente le había llegado alguna idea, entonces volvió a la calma sonrió , y con un gesto amable pero vacío sus ojos atravesaron los míos , tomó aire y dijo , “ bueno escritor me he acordado que debo hacer las compras ,“ , diez minutos más tarde a las 11:25 am salió por el portón del edificio , fue entonces cuando comprendí su plan , al verla voltear la esquina sin guantes ni mascarilla.
Acabo de escribir. Ahora añado estas líneas, antes de volver a mi encierro, han fallecido Luis Eduardo Aute, y el padre de mi amigo, los dos en España, deben ser más de cien mil muertos en todo el mundo, escribo estas líneas en su memoria, en mi noveno día, con mi guitarra subo a la terraza, y veo el cielo, me siento al sol y abro mi última cerveza, mientras canto high and dry, se que el mundo gira y aún después…, girará.
El Mundo de ayer, ya no existe
José Herrera Jiménez
1 de abril del 2020
La sociedad humana presenta acontecimientos periódicos denominados ‘crisis económicas’, las cuales tienen características como la falta de inversión, escases de puestos de trabajo, y endeudamiento. La última crisis económica fue en el año 2008, a la cual la denominaron la ‘crisis de la burbuja inmobiliaria’, ocasionando un reajuste económico, social, y político. Esto ha determinado a la población de los percentiles más bajos como la más afectada, quedándose sin casa, sin ahorros y probablemente sin empleo. Lo cual desencadena, irónicamente, en la generación de oportunidades, a las que acceden principalmente la población con capital económico, humano e intelectual. Es decir, se genera un reajuste dentro de la estructura social, donde algunos pocos son los mayormente favorecidos.
La crisis, o, como prefiero llamarlo, ‘reajuste’ es un proceso cíclico, y suele tener una periodicidad de 10 años, en promedio, es decir que el reajuste se avizoraba, pero en esta ocasión existió un acontecimiento poco predecible que fortaleció el impacto en la población, el denominado COVID-19. Este es un virus de diminutas dimensiones y funciones básicas, pero con perspectivas de un cambio gigantesco en la sociedad. Es así, que este pequeño agente está ocasionando cambios económicos, sociales, culturales, ambientales y políticos, permitiéndonos entrar en una nueva etapa en donde la población con el mayor capital aprovechará las nuevas necesidades de la población, de tal forma que, una vez más, los mayormente perjudicados serán la población de escasos recursos.
De esta primicia parto para dar a conocer sobre las perspectivas a futuro. Como este reajuste dará apertura a cambios que ya se veían crecientes, entre ellos: la digitalización, y el cambio de los paradigmas actuales en las urbes, especialmente en la vivienda. Actualmente, en este periodo de cuarentena global, nos vemos obligados a realizar actividades dentro de la vivienda que anteriormente eran transitorias en su mayoría, por ejemplo: actividades laborales, de consumo, y de dispersión. Pero estas actividades actualmente son alcanzables para los percentiles más altos de la población, evidenciando a la cuarentena como un privilegio de clase, ya que este determinado grupo el que tiene acceso a servicios digitales y al capital suficiente para abastecerse en este periodo, sin la necesidad de salir de su residencia.
De este reajuste se prevé un cambio al paradigma referente a la vivienda, donde el descanso y la protección deberán concatenarse con actividades laborales, consumo y dispersión, sintetizados a través de la digitalización de la vivienda. Este cambio posibilita la atracción de nuevos servicios que requerirán nuevas necesidades y, a su vez, producirán cambios tipológicos en las viviendas y, eventualmente, en las urbes. Es decir, la forma como se plantea arquitectura deberá adaptarse a dos principales problemáticas; la espacialidad de la vivienda urbana (conformación, distribución y actividades), y la vinculación de la tecnología dentro del núcleo residencial y urbano, confluyendo en una cadena tecnológica de suministros digitales y físicos.
Ahora, estas perspectivas a futuro nos plantean desafíos, no solo para el individuo sino también para las entidades públicas (Estado), privadas, y en la academia. Estas deberán plantear soluciones referentes al ordenamiento territorial, que permitan evitar la especulación de bienes raíces con potencial para estos eventuales cambios y, a su vez, planteamientos que permitan que la tecnología sea inclusiva y accesible para los percentiles más bajos.
Solo queda intentar entender que la sociedad y la tierra bajo nuestros pies se encuentran en constante movimiento, y que va a seguir haciéndolo. Ante esto, es necesario analizar las circunstancias actuales y proponer, sin dejarse llevar por la fantasía del progreso o la denominada “retrotopía” de Zygmunt Bauman. El tiempo no es una línea ascendente o descendente, es solo algo que, al medirlo, nos ayuda a comprender mejor la complejidad de la existencia y las acciones que posibilitan mejorarla.
Hallazgo
Sarai García
13 de abril 2020
Te encontré escondido entre la soledad de mis sabanas, una noche después de iniciada la cuarentena. ¿Quién eres? ¿Cuándo llegaste? ¿Cómo decidiste instalarte justo en medio de mí? Te sentí sin querer, y de inmediato me horroricé. Es la primera vez que una réplica miniatura del hombre elefante decide habitarme.
A veces pienso que eres un pequeño monstruo, obsequio de algún amante necio que decidió quedarse tiempo extra en mis adentros. Fantaseo en que eres un pequeño invasor, enviado por algún hombre sin nombre, quien, a través de ti, consiguió seguir paseándose en mis más oscuros y húmedos rincones. Te quiero pensar así, con exacerbado y disociado erotismo, porque la otra fantasía de la que eres parte es solo un manojo temor y asco. Porque cuando no pienso en ti como un invitado imprudente, te pienso más bien como un enemigo interno. Un enemigo interno que en realidad soy yo misma, porque qué somos sino nuestro propio cuerpo.
Cuando dejas de ser mi inoportuno pero inocente huésped, te conviertes en enfermedad, en infección, en deformidad. Así, te sospecho invadiéndome toda cada vez que me acaricio. Te pienso escurriéndote en mis dedos para llegar a cualquier otra parte de mí, entonces lo placentero se vuelve a mezclar con lo peligroso, con lo contagioso. Luego de hallarte en medio de una pandemia, la noción de contagio dejó de estar solo en el afuera, porque por ahora y hasta que se levante la cuarentena está también dentro de mí.
La muchacha en la ventana
Sophía Castelanos
20 de abril 2020
Como aquella muchacha en la ventana, se vislumbran las desnudas piernas de una joven
con ondulante melena, espalda ancha y su mirada fija en un horizonte de mar.
Frente a la quietud del día, contempla la vida que se aferra al canto del gorrión
resistiendo al silencio que despierta las oscuras angustias guardadas en su cajón.
Como aquella muchacha en la ventana, el azul tiñe de nostalgia los días
Y se descongelan recuerdos, ocultos en antiguas fotos y en el tarareo de una canción
La visita un viejo malestar con nuevas preguntas que le carcomen la voz:
Después de mucho tiempo y con la posibilidad de escribir, ¿qué se podría decir?
Como aquella muchacha en la ventana, la voz de esta chica necesita renacer
Entre gritos y locura su vestido precisa rasgar, pariendo un torbellino de ira
ante la ausencia de placer, en esta fría habitación que le recuerda
la aniquilante imposibilidad de abrazar, besar y amar
Como aquella muchacha en la ventana, se pasa los días viendo al cielo besar el mar
Nuevos aires de primavera la consuelan y la flor que renace la hace temblar
La tierra le sonríe, ella no hace más que llorar.
La nueva vecina
Alexandra Aguirre (Cayambe)
12 de abril del 2020
Las sospechas de que la nueva vecina tenga coronavirus le quitaba el sueño a Francisco. Él la vio cuando entraba y lo recuerda claramente, ella llevaba una maleta muy grande de ruedas, esas enormes que se lleva cuando se va de viaje por muchos días o cuando se viaja en avión.
– ¡Oh no puede ser! Una maleta igualita a la que se llevó mi tía cuando se fue a España. Esto está raro ella vive encerrada y una vez al día alguien entra y luego de unos minutos sale.
La escena se repite por varios días a la hora del almuerzo.
– Definitivamente debe ser eso, ella está enferma en cama y no puede hacer nada, por eso le llevan la comida. Esto no puede quedarse así, no podemos permitir que en nuestro barrio alguien infectado siga viviendo cerca de quienes estamos sanos.
Entonces, llamó al dirigente del barrio, pero no le contestó. Intentó varias veces, pero no tuvo respuesta. Algo hay que hacer pensó…
– Al menos le voy a dejar un mensaje de voz para que luego se entere y me llame.
No satisfecho con dejarle un mensaje, Francisco salió a buscar al presidente del barrio, quien, para su mala fortuna, vivía al lado de la nueva vecina. Al pasar por esta casa, Francisco aprovechó para dar una ojeada por la ventana y tener alguna pista de lo que estaba sucediendo ahí dentro. No pudo ver más que una mascarilla en el sillón.
– ¡Ahí está! Qué prueba más necesitamos, ella está infectada.
Y con la adrenalina de su sospecha confirmada fue con más urgencia donde el presidente para que tome cartas en el asunto. Triste fue su sorpresa al enterarse que Pedro, el presidente del barrio estaba de viaje. Lleno de ira, susto e impotencia se fue a su casa y avisó a todo el barrio que la nueva vecina estaba infectada y que era mejor alejarse de esa casa.
La noticia se regó tan rápido que para la noche, ya todo el pueblo sabía y estaba a la expectativa de la situación. Pero nadie hacía nada, les ganamos más el miedo a la inquietud.
Esa noche Francisco no pudo dormir, empezó a toser como loco y cuando al fin pudo conciliar el sueño, tuvo una pesadilla. Se despertó ahogándose, le faltaba el aire y estaba bañado en sudor.
-No, no no, esto no es cierto… Su mente empezó a conectar los cables … él cumplía con todos los síntomas que decían constantemente en la televisión.
Sólo tenía que medir su temperatura, ese sería el factor determinante. Sí 38. 5 °C.
Fue como ver su sentencia de muerte.
¿Qué iba a hacer ahora solo y viejo, divorciado, botado en su casa?
Su esposa hace 10 años lo dejó, no soportó sus constantes manías y pataletas. No se supo más de ella. Francisco por su parte, no pudo superar este abandono y no busco a nadie más como compañera de vida.
Ahora enfermo y cansado, se lamentaba de haber sido muy rudo con su ex esposa. Ahora solo en su casa con el termómetro en la mano y con un dolor de cabeza y cuerpo, se sentía como piñata en fiesta infantil.
– No cabe duda, me he contagiado… Pero esto nadie lo debe saber…
Planeó su escape en la madrugada hasta el hospital de la capital. Así fue como a las 3 de la mañana, Francisco salió con una pequeña maleta en su carro de la década pasada. Manejó con dificultad y en el trayecto estuvo a punto de quedarse dormido, pero con mucha suerte llegó al hospital.
Después de una larga espera, un médico lo revisó, para ese entonces, eran las 6 de la mañana y ya no tenía fiebre sólo una simple faringitis. Le recetaron y ya se disponían a mandarlo a su casa cuando Francisco estalló en ira. Les llamó incompetente, les amenazó de muerte, hizo un escándalo en todo el edificio, les enseñó su billetera llena de viejos billetes guardados en colchón.
Tanta fue su rabieta y la magnitud de sus amenazas que, bajo pedido y cuenta suya, lo internaron en una sala le pusieron un suero y esperaban que ya calmado podrían darle de alta al siguiente día. Pero las cosas no salieron como estaban previstas, para el mediodía se detectaron decenas de casos positivos de coronavirus en la ciudad. Pronto el hospital tuvo que acoger a los pacientes críticos y a la vez lidiar con Don Francisco, quién después de muchos insultos aceptó irse a su casa. Enojado, decepcionado y derrotado fue a su carro, rumbo a su tierra natal. Iba sumido en sus pensamientos cuando el timbre de su celular lo hizo volver a la realidad. ¿Quién le llamaba Justo a esta hora? Vio de reojo el nombre: Pedro Quiloiza.
– ¡Ay este hombre a la hora que viene a dar señales de vida! Ahora mismo le pongo en su puesto…
– Aló Pedrito ¿Cómo le va?
– Bien gracias, regresando a mi casa. Usted me ha llamado. ¿Qué pasó?
– Le comentó una noticia muy…
Francisco no pudo terminar la oración, distraído en su celular no vio que el semáforo se puso en rojo. Él siguió de largo en su carro. Un camión lo impacto de lado, Francisco murió al instante.
La paranoia de Francisco lo llevó a espiar a su vecina, sentirse enfermo, viajar desesperado y finalmente morir en un descuido. Todo esto le sucedió por actuar impulsivamente, sin pensar en la consecuencia de sus actos. A Francisco no la mató el coronavirus, a él lo mató su imprudencia
Nota: aunque esta historia es ficción, es basado en hechos reales. En mi ciudad hubo una noticia falsa de que yo estaba infectada de coronavirus (COVID-19) porque regresé de un viaje de trabajo de Europa. Aunque no le deseo la muerte a la persona que difundió el rumor falso, me enojó mucho que lo haya hecho. Como dijo Anthony Burgess: “Es la cobardía innata del novelista, que delega en personajes imaginarios los pecados que él tiene la prudencia de no cometer.” En este cuento quise darle un final trágico a la persona que se inventó cosas sin fundamentos.
Epitafio para una nación
Carlos David Arcos Jácome
7 de abril
Tres semanas han pasado desde que la cuarentena inició. Con el paso de los días, los habitantes de la nación de los disolutos gobernantes de cartón, sin haberlo decidido, fueron transmutando. Pasaron de ser seres de carne y hueso a estadísticas intangibles, a simples números en un mapa. Así les hicieron creer, así banalizaron sus vidas y las de quienes ya no estaban, o estaban a poco tiempo de no estar más. Así, sin notarlo, se hicieron fieles espectadores del impuesto espectáculo de su propia transmutación, pegándose a la pantalla del televisor día tras día, una vez por la mañana y otra por la tarde.
Un nuevo día inicia, la luz del sol alumbra una vez más a la nación y sus habitantes. Ellos, de igual manera, un día más despiertan a seguir con su cándida tarea de cruzar dedo índice y dedo corazón, frente a la pantalla. Aún con imbatible esperanza, aún con infatigable ilusión, aún con brillo en los ojos, miran atentos a esa curva de contagio indiferente, creciente, angustiante, siempre antipática a tantos anhelos juntos. Una vez más, la pesadilla es reflejada en pixeles de una imagen que, según confiesan unos cuantos, nunca refleja la verdadera gravedad de sus padecimientos colectivos. El sol se apaga nuevamente, los habitantes duermen una vez más, y el eterno retorno empieza a cobrar sentido por vez primera.
Así vivieron su fatídica crónica, día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Despertaron y las desesperanzadoras cifras seguían ahí, y los disolutos gobernantes seguían siendo de cartón, y los 1,50 metros de distancia seguían siendo frontera personal. Muy tarde comprendieron que la normalización de su nueva realidad era necesaria, pues la normalidad previa era irrecuperable.
De esta manera llegaron a ser todos, un día no muy lejano, materialización del pasado, testimonio intangible de un jamás realizado abrazo de reencuentro, meras siluetas recortadas de una imagen incompleta. Así, sin darse cuenta, fueron distopía, una distopía llamada Ecuador.
No son sesenta, son miles
Franklin Reinoso
31 de marzo
Alex caminaba con dos bolsas plásticas repletas de víveres en cada mano. Aún le faltaba una cuadra para llegar a casa, sin embargo, la sirena ya se escuchaba al final de la calle y el reflejo de las luces rojas y azules ya se podía observar en las paredes de las casas vecinas.
– ¡Apúrate!- le gritó a su mujer.
Evelyn intentó acelerar el paso, pero era incomodo caminar con dos pacas grandes de papel higiénico en los brazos.
Parecía una adquisición exagerada pero los jóvenes esposos no querían correr riesgos. Era el último día en el que se podía realizar la compra, antes de que la cuarentena pasara a ser total y el toque de queda rigiera las veinticuatro horas.
“Queridos ciudadanos, no hay de qué preocuparse, todo está bajo control, es solo una medida preventiva, a fin de controlar la propagación del virus”, había dicho el Presidente durante la rueda de prensa en la que anuncio las nuevas enérgicas medidas.
– Viejo mentiroso- dijo Evelyn- esto se salió de control.
– Pero que dices mujer- intervino Alex.
– Mira, mira, las fotos que me envían- respondió Evelyn indicando la pantalla de su celular.
– No creas en información falsa- refutó su esposo y apartó con el dorso de la mano el móvil.
No fue la única vez que discutieron, de hecho, todos los días se repetía sin falta la riña entre los jóvenes esposos,ya sea a la hora de la rueda de prensa oficial, enfrentándose por un lado las estadísticas gubernamentales, frente a la información que navegaba sin descanso en redes sociales o cuando se escuchaba el chillar de las sirenas.
– Son las ambulancias llevando a los contagiados más grabes- decía Evelyn.
– Pero que dices mujer- objetaba Alex- son los patrulleros controlando que todos permanezcan en sus casas.
Los jóvenes esposos, tres meses antes, habían rentado un pequeño pero elegante departamento. El inmueble presentaba todas las comodidades y acabados necesarios para una vida modesta, pero tenía una gran desventaja, sus ventanales no daban a la calle, sino al patio trasero del edificio. Esta característica se veía compensada con su accesible precio, que para unos recién casados con pocos recursos resultaba una ganga imposible de rechazar, sin embargo, durante la cuarentena imposibilitaba ver lo que sucedía en el exterior.
Estaban limitados tan solo a escuchar el incesante ir y venir de patrullero y ambulancias que recorrían todo el pueblo y no podían hacer nada más que conjeturar los motivos.
La discusión mas más fuerte se presentó el día catorce, cuando el Presidente dio a conocer la lamentable cifra de sesenta compatriotas fallecidos a causa del virus.
– Viejo mentiroso- dijo Evelyn- no son sesenta, son miles.
– Pero que dices mujer- intervino Alex.
– Mira, mira las fotos que me envían.
– ¡Ya me tienes harto- refutó Alex con tono ofensivo- Te he dicho que no creas en información falsa¡
Evelyn abandonó la sala y salió con dirección al patio trasero. Allí permaneció sola por horas, hasta que la noche cayó tibia. Solo entonces Alex se dispuso a ir por ella y disculparse por la hiriente escena.
La encontró inmóvil, con los ojos fijos en dirección al cielo. Era una noche diferente, que no emergió negra sino de un blanco inmaculado, casi fosforescente, alumbrada por las almas que levitaban en la intemperie.
– Perdóname- dijo Alex.
– No son sesenta- respondió Evelyn sin bajar la mirada- son miles.
Fue la misma noche en que la señal de internet se perdió, los celulares quedaron sin cobertura y solo permanecieron al aire los canales de televisión estatales. Aunque aquella pareja no se percató de la falta de medios de comunicación hasta la mañana siguiente, pues siempre, después de cada pelea, venia la reconciliación y ellos se la pasaron retozando desnudos hasta quedar dormidos por el cansancio.
A partir de entonces no les quedó más remedio que creer en las cifras oficiales, que la televisión diariamente repetía, en la que se aseguraba que la propagación del virus estaba controlada. Algo que no vino mal, pues las disputas terminaron y no hubo más pleitos de pareja.
También el completo silencio los acompañó, pues las sirenas se apagaron para siempre y no hubo más sonidos que se colaran en su hogar desde la calle. Perdieron entonces la noción del tiempo, el horario para la digestión y el normal ciclo del sueño. Daba igual dormir durante la mañana y desayunar en la noche o dormir en la tarde y terminar almorzando a la madrugada. Incluso hubo días enteros sin sueño, ni apetito.
Nunca supieron con exactitud cuántos días permanecieron encerrados pero estaban seguros de que fue más de un mes. Hasta el día en que los canales estatales retrasmitieron la rueda de prensa oficial.
“Queridos ciudadanos ha sido una dura batalla, en la que el gobierno no ha escatimado esfuerzo, ni recurso alguno, hasta controlar y erradicar la propagación del virus. Con gran alegría podemos decir que hemos triunfado. Se levanta por consiguiente en todo el territorio nacional el estado de emergencia, quedando sin efecto el toque de queda y permitiendo, a partir de este momento, el libre tránsito… ”
Alex no esperó a que el discurso del primer mandatario terminase, de un brinco se levantó del sofá y en precipitada carrera abandonó el departamento.
– ¡Espérame!- gritó su mujer.
Alex ni siquiera la escuchó, bajó las escaleras tan rápido como pudo, resbaló en el penúltimo escalón y aterrizó de nalga en la planta baja, pero se repuso de inmediato, sin que le importase el dolor. Abrió el portón del edificio y se plantó bajo sus marcos, mirando hacia la calle.
– Al fin- gritó emocionado.
Entonces, como si se tratara de una especie de reverencia infantil, dio lentamente el primer paso mientras abría los brazos y aspiraba tanto aire como para llenar sus pulmones, tratando de percibir el placer de la libertad después de tanto tiempo de encierro, sin embargo, no pudo percibir más que un ligero hedor.
– Huele como a muerto- se dijo.
El mal olor parecía venir de la casa vecina, así que, movido por la curiosidad, empezó a caminar en esa dirección, pero cuando estaba a mitad de camino notó que en realidad el olor parecía venir de la casa de en frente. Cambio entonces de dirección pero cuando estaba en medio de la calle se detuvo, convencido de que el mal olor venia de todas partes.
– Alex te dije que me esperes- reclamó Evelyn al tiempo que salía del edificio.
Solo entonces, al ver a su mujer, cayó en cuenta de que ninguna otra persona había salido a la calle. La ciudad parecía estar envuelta en una incómoda calma y un extraño silencio, tan solo interrumpido por el zumbido de los mosquitos.
– ¡Huy, aquí sí que apesta!- dijo Evelyn mientrasbloqueaba sus fosas nasales presionándolas con los dedos índice y pulgar de su mano derecha.
– Parece que no hay nadie más- comentó Alex.
En ese momento se escuchó un ligero bullicio, que provenía de la otra calle. Era más como el golpeteo de unas aves que un sonido humano, sin embargo, era la única señal de vida, a parte de los mosquitos, así que Alex corrió de inmediato en su búsqueda.
Al doblar la esquina lo sorprendió una masa negra que emergió del suelo bloqueándole la vista. Atemorizado se cubrió el rostro con los brazos, mientras sentía las corrientes de aire a su alrededor, provocadas por el aleteo de los gallinazos que intentaban, asustados por su presencia, emprender el vuelo.
No todas las aves se incomodaron, algunas permanecieron en el piso, en un pequeño cúmulo, junto a su carroña, removiendo con sus picos las vísceras putrefactas. La fetidez era ahora insoportable. Alex levantó su camiseta para intentar cubrirse la nariz, pero fue inútil.
Trató de ahuyentar a los buitres que aún quedaban para poder identificar de qué se estaban alimentando. ¿Acaso la mascota de algún vecino? Pero no fue posible, en el suelo no quedaba más que un amasijo de carne en descomposición sin forma alguna.
Alex lo rodeo con asco y continúo caminando por la misma calle, bajo la mirada de los gallinazos que se había colocado en las canaletas de los techos de las casas y en los postes del alumbrado público.
Caminó a lo largo de dos manzanas, encontrándose con más bandadas de buitres que rodeaban masas putrefactas de carne, similares a la primera. También los vio entrar y salir volando por las ventanas de las casas a ambos lados de la calle.
Estaba completamente seguro, no quedaba nadie con vida en todo el pueblo. A sus espaldas se escuchaba las arcadas que daba su mujer, caminando tras él, intentando contener el vómito.
– No son sesenta- dijo Alex
– Son miles- completó Evelyn.
FIN.
Ovo
Braian Vargas (Argentina)
15 de abril 2020
«Ya me está apretando la cabeza más de lo normal», dijo Ovo y se levantó de la pila de diarios, viejos y amarillentos, que hay en la pieza en la que vive. Entonces salió y se tiró en la vereda por media hora, minutos más minutos menos, para que se le pasara la borrachera de vino, vio como las ramas peladas de los árboles se movían por la pequeña brisa de viento que corría, pensó que los árboles estaban muertos por no tener hojas, esa siesta estaba templada, un color celeste bien marcado y nubes grandes, blancas y esponjosas le mostraba el cielo.
Volvió, ya menos borracho, a su pieza y vio que esa vieja radio seguía sonando: «Se morirán esta noche» (Your gonna die tonight), repetía el cantante de esa banda, como si fuera sin razón alguna, eso le pareció a Ovo, movió un poco la cabeza al ritmo de la batería y la apagó. Se le marcaron unas cuantas arrugas cuando sonrió después que la canción terminara, rescató unos puchos que tenía en una mesita de luz pero no encontró el encendedor, entonces salió a vueltear por el barrio. Se metió por un callejón angosto en el que los perros le ladraban, así llegó a una calle sin salida y vio a unos pibes y una piba tomando, se acercó a pedirles fuego:
– ¿Muchachos tendrán fuego?
Preguntó al aire para que lo escucharan esos cincos. El que le puso la más cara de malo le pasó el encendedor sin mediar palabra, Ovo encendió el cigarro y se sentó al lado de ellos, ellos lo miraron como con bronca, con enemistad, uno se sacó la bolsa de la que aspiraba pegamento y le dijo:
– Vos no tenes que estar acá.
– ¿Te compraste este pedazo de tierra? – Le contestó Ovo sin siquiera mirarlo.
El chico se levantó como pudo y se puso en frente de manera desafiante, le dijo:
– Si no te vas de acá te reventamos.
Ovo, que seguía sin mirarlo, sonrió socarronamente. El que parecía ser el «capo» de ahí -tatuajes medio caseros, pelo muy corto y rasgos faciales fuertes- esperó a ver si ese viejo respondía pero nada, el otro chico le agarró la cabeza y cuando estaba por empujarlo, el «capo» dijo:
– ¡Esperá Tevo! – Se sentó al lado de Ovo, lo miró detenidamente, en este momento Ovo lo miraba con cara de nada, entonces el «capo» sacó una pistola con tambor y se la mostró.
– ¿Sabes jugar? – Le dijo mientras se la pasaba.
Ovo la agarró, se quedó quieto por unos segundos, el clima que había generado al tener el arma y quedarse quieto, solo mirándola, era estático. De un segundo a otro la tiró hacia arriba, a corta distancia, como quien tira una liviana pelota de tenis para que regrese a su mano, todos hicieron un movimiento hacia atrás, dijo:
– Lindo juguetito. – Se lo tiró a los pies del pibe, éste lo miró con bronca, agarró el arma y se puso de rodillas ante Ovo.
– Esperá, no te zarpes Rodrigo. – Dijo la chica que se estaba fumando un porro con ellos.
Rodrigo, el «capo», le puso el cañón del arma en la cabeza, con fuerza, y aunque el clima era tan punzante que el aire parecía que cortaba, Ovo lo miraba con indiferencia, fumo una seca de su pucho y le largó el humo en la cara. Se escuchó que Rodrigo gatilló, se pudo sentir la tensión y pesadez en el ambiente, pero ninguna bala salió de ahí, Ovo sonrió y le cacheteó el arma tirándosela a la cuneta con ese movimiento, Rodrigo reaccionó y le dio una piña que lo desparramó en la tierra, cayó arriba de su cigarro y su pie se dobló, una vez en el suelo respiró aire limpio, mientras Rodrigo le dio como 3 patadas en la costilla hasta que lo agarraron y la piba queriendo calmarlo le dijo:
– Dejalo al arruinado este, arrastrando se va a ir.
Los otros dos tenían la mirada tan perdida y entendían poco lo que pasaba.
Después de haberse levantado como pudo, mientras le llovían escupitajos, caminar por el callejón y unas calles rengueando, llegó a su pieza, sacó otro pucho de su bolsillo y pensó: «El fuego de la calle es bastante pesado a veces», mientras seguía saboreando la adrenalina y lamentando los moretones.
Vio el encendedor entre medio de los diarios viejos y amarillentos, quiso prenderse el pucho pero solo le salían chispas, recordó que ese encendedor, el único encendedor que tenía, no tenía fuego.
Primeras palabras
Ángel Francisco Murillo (Durán, Guayas)
5 de abril del 2020
El hombre pierde su hogar cuando más se esfuerza por sacarlo adelante. He observado este triste suceso repetirse con mayor frecuencia en la ciudad. No estoy seguro de hasta dónde pueda beneficiarse un padre de familia si se detiene a considerar este lamentable hecho; pues en mi caso, a pesar de que soy consciente de esta ironía, no sé cómo evitar que suceda conmigo.
*
Últimamente me he sentido muy extraño y ajeno a esta casa. Ya no me reconozco en esta familia, ni en estos inmerecidos hijos que tendrán que conocer la pobreza hasta que alcancen la edad permitida y puedan trabajar por su cuenta. Sobre todo me siento extraño con mi mujer. Con la compañera de mi juventud. Ya casi no hablamos de nada. Lo mismo de siempre. Las mismas frases conocidas y encajadas en el momento justo de nuestra rutina diaria. Un callado resentimiento, o más bien una conveniente amnesia para olvidar lo importante, como una tregua impuesta por ambos para no provocar la conflagración, nos mantiene separados. Decepción y desaliento por su parte, culpa y resignación de la mía. Las obligaciones laborales, los negocios eventuales, el afán de conseguir más dinero de dónde sea me han expulsado de mi propio hogar. Mucho me temo estar perdiendo lo que más amo.
Quién les habla es un joven padre de familia, y buena parte de esta condición se la debo a la urgencia de mi esperma. Trabajo desde los 14 años y ahora tengo 35, y tres hijos que son, básicamente, mi razón de vivir. Llevo casado desde hace diez años con la misma mujer, pero nótese que no digo “felizmente casado”, pues yo pertenezco al grupo de los que sólo estamos casados. Probablemente por esta razón mi esposa comenzó a llevar a los niños a la iglesia cada domingo, bueno, siempre que alcanzara a levantarse temprano y el cansancio no se lo impidiera. En realidad nosotros nunca hemos sido muy devotos de las religiones, sin embargo mi esposa desde muy temprano por la mañana, da la orden a los niños que aún duermen en el cuarto de alado para que se levanten y se vistan, e inmediatamente me extiende la invitación, diciendo: vamos gordo, llevemos a los niños a la iglesia.
Los rigores de la escasez nos oprimen. Estamos pagando la entrada de una casa en Guayacanes. Y aunque mis padres nos están apoyando con el departamento donde vivimos, Bárbara está fastidiada. Seguro ella se imaginó que llegando a estas instancias de su vida tendría su propia casa, su propio baño, su habitación amplia y climatizada. Que sus hijos estudiarían en una buena escuela, que se interesarían por las artes o la música, que Yulia aprendería a tocar el piano y Paco la guitarra. O quizá no, quizá nunca se imaginó que pasaría todo el día encerrada en un departamento interior, lidiando con el calor de la ciudad y la difícil crianza de tres niños pequeños.
*
Ese par de enanos han pasado las vacaciones destrozando el departamento. No han dejado en pie un sólo objeto frágil. Todas nuestras reliquias y recuerdos de compromisos se han echado a perder; y prácticamente ya no quedan vasos de vidrio para brindar con los amigos. El fresco de tomatillo que estoy bebiendo en este momento me lo he servido en una taza de plástico. En la misma taza de plástico donde mi Barbarita aprende a tomar su colada. Bárbara me ha exigido que actúe y he procedido haciendo uso progresivo de la fuerza. Ahora llevan resentidos varios días y no me dirigen la palabra. Talvez me sobrepasé, talvez no era para tanto. Pero el departamento es demasiado pequeño y no hay espacio para andar escondiéndose ni andar jugando a la pelota.
Sí, los niños son niños, debo entenderlos, lo acepto. Pero consentí la exigencia de mi mujer, porque últimamente ha estado muy distante y gruñona. Con el esfuerzo de las tareas domésticas y el cuidado de los tres pequeños, no le ha quedado cariño para tener un buen gesto conmigo. Por eso lo hice. Porque quería agradarle, ganarme su reconocimiento y caricias, y quizás, también, su perdón. Perdón por haberla arrastrado a esta vida, a este reducido departamento, a este asfixiante invierno de grillos y mosquitos. Hace tiempo que el romance abandonó nuestra relación. Ahora sólo somos una pareja de hecho. De desayunos aburridos y almuerzos indigestos, de sexo sin conversación. Cuando la economía va mal, el amor también escasea.
¿Cómo sobrellevamos esto? Un gran aliciente es la existencia de nuestra Barbarita, su sonrisa y cariño es como un breve paraíso. Su cercanía nos inunda de ternura. De esta manera, cada uno por su cuenta, convertimos a la niña en nuestro particular consuelo, depositando en sus manos nuestros anhelos y fatigas, y recibiendo de ella nuestra porción vital.
*
En dos semanas más Yulia y Paco entrarán de nuevo a clases. Sus uniformes del año anterior les quedan ajustados. Y si no brincaran tanto, si sólo tuvieran un poco más de cuidado al jugar por ahí, sus zapatos aún estarían buenos para comenzar la escuela. Debo comprarles zapatos nuevos. Sé que debo hacerlo pronto. Pero sobre todo debo hacerlo antes de que mi mujer me lo recuerde. Porque ella odia tener que recordarme las cosas, especialmente las cosas de los niños. Hoy mismo podría hacerlo. Hoy mismo podría salir a buscarlos, pero no compraría los que ella quiere, sino unos más baratos.
Sin embargo, esos dos muchachos son increíbles. Inseparables. Si el uno no come, la otra tampoco. Y si ella llora, el otro deja de jugar. Son un verdadero equipo mis negritos. Todo lo resuelven y afrontan juntos. Aunque en la casa, cuando están ociosos, por todo andan peleando. Compitiendo, siempre, por todo lo que se les antoja. El otro día se les ocurrió un juego. Quién de los dos recitaría mejor el trabalenguas del libro. Y desde temprano se pusieron a practicar la lectura y la respiración. El desafío se celebraría en la tarde, después del almuerzo. No necesitarían de jueces ni de reglas. El que lo pronuncie mejor ganará el reto.
Yulia venció a Paco en justa lid. Su inteligencia verbal es superior, no hay nada que reclamar. La rabieta del perdedor es suficiente. Sólo queda esperar la revancha en el próximo desafío y jugar mejor.
*
Creo que de tanto presenciar los enfrentamientos de sus hermanos, mi Barbarita aprendió hablar. Ya sabe decir mamá, papá, ñaña, entre otras muchas y necesarias palabras del repertorio infantil. Es muy despierta para su edad, dice siempre mi esposa. Es una de sus frases favoritas. No recuerdo cuando comenzó a decir sus primeras palabras pero seguro que fueron mamá o teta, cualquiera de esas dos es lo más probable. Sin embargo, Paco vio en esta curiosidad la oportunidad para su nueva revancha. Desafió a Yulia para ver cuál de sus nombres aprendía primero Barbarita. Ella aceptó. El encuentro se llevaría a cabo el próximo fin de semana, el sábado, a las 19h30 en punto, luego de que la nena tomara su colada. Los jueces seríamos nosotros, Bárbara y yo. Y lo que la niña dijera a esa hora, el nombre de uno de sus dos hermanos, pronunciado de la mejor manera posible, se recordaría, oficialmente, como sus primeras palabras. Los niños se acercaron de frente y extendieron su mano. Presentaron sus dedos meñiques y los entrelazaron. El acuerdo había sido convenido.
A partir de ese momento comenzó el entrenamiento. Tuvieron cinco días y medio para probar cuanto ensayo, experimento y soborno les fuera útil. Era para mí un verdadero espectáculo la didáctica que usaban esos niños con su hermanita. Habían tomado el asunto muy en serio, sus métodos eran en verdad creativos. Se empeñaban por hacerse entender. Pero la bebé lo tomaba como un juego, riéndose y huyendo de sus hermanos cada vez que estos la importunaban.
El día señalado, mientras se acercaba la hora del encuentro, los niños realizaron sus últimos ensayos. Cuando la niña estaba en su andador, luego de tomar su colada, Paco saltaba frente a ella dando una sonora palmada y gritando: “PACO”. A lo que ella respondía risueña: “PA-o”. Luego Yuyu se acercaba a su orejita y le susurraba despacito su nombre: “Yuuuliia”. Y la niña alegremente repetía: “Yuu-a”.
De esta forma pasaron la tarde del sábado, insistiendo, importunando, presionando. Luego de la merienda, sin tener plena confianza de la anhelada victoria, jugaron sus últimas cartas. En franca desesperación se lanzaron a gritarle en la oreja. Barbarita no sabía a quién obedecer. Qué nombre repetir. Yulia insistía, Paco desesperaba. La bebé estaba como perdida, asustada y cansada. Comenzó a llorar. Bárbara reaccionó levantándose de la mesa. Los niños temieron. Tomó a la niña y trató de calmarla. Y mientras Barbarita se refugiaba en los brazos de su madre, tocaron a nuestra puerta unas Hermanas de la Iglesia.
Al conocer la identidad de los visitantes a través de la mirilla, Bárbara apretó los dientes y sonrió entrecortado. Antes de abrir la puerta envió a los niños a buscar sus pantalones, respectivamente, y a mí a buscar mi camisa. Estaba claro que se le había olvidado este compromiso, y más claro aún, se le había olvidado avisarnos. Al cabo de unos minutos volvimos todos a la mesa. Las moscas aún sobrevolaban las sobras reposadas en los platos, y el jugo de tomatillo que habían derramado los muchachos se había absorbido dejando manchas pestilentes en el mantel. Entonces recogí la mesa con la mayor discreción que pude, pero al viajar rápidamente hacia la cocina, con los platos, ollas y vasos entre mis manos, se me aflojó una cuchara y cayó al piso. Bárbara volvió apretar los dientes y se llevó la mano a la cabeza; luego levantó la mirada y llamó a los niños.
Himnos y plegarias. Oraciones y testimonios. Lectura del Libro del Mormón. Un recuento de sus peripecias conociendo Guayaquil. La exposición de cómo Dios cambió sus vidas. Otros himnos y más plegarias. Y por último, recordatorios para no faltar los domingos a los programas de la Iglesia. Todo lo que nos pidieron lo realizamos sin pausa. Lo justo para terminar rápido. Estábamos cansados, nuestro sábado había concluido, y los niños comenzaban a inquietarse… Me fastidié. Bárbara me miraba con expectación. Fue lo máximo que pude soportar. No era necesario mantener la pantomima por más tiempo. Entonces resolví despachar a estas Hermanitas de una vez, pero a mí manera. Provocándolas. Se lo merecían. Su inoportuna visita había expuesto la privacidad de mi hogar. Y si bien mi esposa olvidó por completo el asunto fue porque nosotros no acostumbramos a recibir este tipo de visitas, no somos una familia religiosa. Seguramente ella accedió a la ligera, cuando se despedía de las otras señoras en la congregación pasada. Sea como sea esto se estaba prolongando.
Las Hermanas me pidieron que leyera nuevamente. Me entregaron el libro abierto y noté que no había separador de hojas. Entonces, disimulando torpeza, enseguida lo cerré. Las Hermanitas acudieron al rescate buscando entre las hojas el fragmento que debía leer y me devolvieron el libro. Lo volví a cerrar. Brincaron nerviosas. Una vez más buscaron entre las hojas el fragmento ese y colocaron un separador. Depositaron el libro en mis manos y me indicaron dónde debía comenzar. Pero lo leí muy rápido, tan rápido que nadie entendió lo que estaba escrito. Las misioneras apretaron los labios. Bárbara sonrió complacida, y los niños rieron. Entonces proseguí con más picardía, hasta hostigarlas.
*
Enseguida me puse a lavar los platos. Los niños volvieron a lo suyo junto con su madre. Debían resolver quién en definitiva ganaría el reto. Una vez más se lanzaron sobre mi pequeña. Ella reía, brincaba, daba palmadas en el aire pero no decía nada. La mamá le apuraba para que hablara de una vez. La niña miraba a su alrededor como buscando algo. Dos lámparas fluorescentes iluminaban desde la entrada hasta la cocina, y la totalidad de la habitación estaba al alcance de sus ojos. Miró a su hermana que le dictaba el nombre que debía pronunciar. Luego a su hermano que hacía lo mismo. Pasó revista a su madre que la increpaba para que hablara, y por último, fijó su mirada en mí y permaneció contemplativa. En la cocina, con la camisa mojada y embarrada de espuma, fregaba lentamente las ollas mientras la miraba con preocupación, rogando entre dientes que hablara de una vez. Y como escuchando mis súplicas, al fin abrió su boquita pronunciando entrecortado: Mamá – ta – namolala – e – papá. Bárbara soltó la risa avergonzada, los niños rieron, yo reía en la cocina, todos reíamos en el estrecho pero iluminado departamento de la familia.
Esa misma noche me encargué de hacerla dormir y acostarla en su cuna. Tarde o temprano debe acostumbrarse a dormir en su propia cama. Esperé hasta que cayó profunda y sus impulsos vitales se manifestaron sin consciencia. Vi cómo se llevaba el dedo a la boca y su cuerpo adquiría la posición fetal. Cuidé que la sabana cubriera totalmente su cuerpo, para que ningún bicho, insecto, escorpión o alacrán me la dañaran. Mi hermosa bebé.
No seré muy creyente pero a Dios se la encargo. Necesito despreocuparme de ella. Que Él me la cuide esta noche. Que Él me cuide a los tres por esta vez. Que los arrulle y sostenga sus sueños para que no se despierten. Que se queden profundos para que no nos interrumpan.
Luego de darme una ducha fui por mi mujer. Al entrar en la habitación la observé sentada junto a una bola de ropa que estaba clasificando. Me senté en la otra orilla. Ya se había recuperado del exabrupto y había vuelto a su seriedad habitual. Pero la risa y el bochorno que sufrió al escuchar la reveladora declaración de mi pequeña la habían delatado. Yo también, le dije mirándola desde mi lugar. No contestó. Se hizo la desentendida. Aún sigo enamorado de ti, agregué. Creo que sonrió. Bobo, me respondió sin dejar de doblar la ropa. Luego me volví, guardé silencio y esperé. Una breve incertidumbre se apoderó de mí, como una última apuesta al optimismo. Entonces, sin yo advertirlo, abriéndose camino entre las sábanas y la ropa, ella se sentó a mi lado. Apoyó su cabeza en mi brazo y me rodeó con el suyo. Quise decir algo pero callé, ella hizo lo mismo, lo hubiéramos estropeado. Pero la humildad de su semblante hablaba por ella. Nos miramos. Y su mirada, antes severa, ahora dejaba entrever la necesidad de un beso. Nos estrechamos. Levanté su vestido y le pase la mano. Y el gruñido tirano se convirtió en gemido, y la rencorosa aspereza en gratitud y generosas caricias…
*
Es verdad. El hombre pierde su hogar cuando más se esfuerza por sacarlo adelante. Pero esta vez, gracias a las palabras de mi pequeña, no sucederá conmigo.
Una larga lucha
José Cajamarca (Cuenca)
9 de abril del 2020
Todo cambió de la noche a la mañana, miles de voces se apagaron sin dejar rastro alguno, ahora tan solo nos cubre un manto de soledad y silencio absoluto.
Tan solo nos queda luchar con nosotros mismos, formar un gran batallón de amor y fuerza, no bajar los brazos, sino más bien levantar la cara y salir adelante. Si en el camino nos encontramos con compañeros caídos, carguémoslos en los hombros y sigamos adelante, porque esta lucha comenzamos juntos y la terminamos juntos.
No nos fijemos en las diferencias entre nosotros, ahorita somos una sola familia, y no queremos perder a ninguno, así que apoyémonos en lo que más podamos.
Esta gran bestia no nos exterminara, la enfrentaremos con fuerza y valentía, enfrentarnos a esta sin miedo, porque sabemos que nuestros combatientes en terreno ardiente están dando su vida por nosotros, sin medir las circunstancias.
Nuestros combatientes caídos, nunca bajaron sus armas, lucharon hasta el último, aprovecharon cada minuto de su vida para salir adelante de esta masacre, pero esta bestia se las llevó de la peor manera.
Solo recordamos sus bellos rostros vistos por última vez dentro del hogar, porque estuvimos preparados para enfrentarlo pero nos jugó de la peor manera y se los llevó sin dejar rastro alguno de su felicidad y valentía.
Tan solo queda un vacío entre nosotros, un oscuro recuerdo lleno de tristeza y angustia, que no podremos sacar de nuestra memoria, solo será recordado como una bestia que nos acabó de la forma más cruel.
Y tan solo me queda por decir: “Solo le pido a Dios, que el dolor no me sea indiferente, que la reseca muerte no me encuentre, vacía y solo sin haber hecho lo suficiente”. Podrá cambiar todo “pero no cambia mi amor, por más lejos que me encuentre, ni el recuerdo ni el dolor, de mi pueblo y de mi gente”.
Virus
Julia Rendón (Quito)
17 de abril 2020
Quizá fue el día que retiró el pan en la esquina o, este lunes, cuando no guardó la distancia correcta con el verdulero. Se acercó demasiado al palpar los aguacates. Quería comprarlos maduros. Él le dijo que los de abajo estaban más suaves. Ella, olvidándose por un rato de la distancia, levantó la cabeza y se dio cuenta que estaba más cerca de lo que debía.
O tal vez porque no se quitó la ropa inmediatamente al entrar a casa. Su marido la distrajo cuando volvió de la verdulería. Apenas entró, le reprochó por haber ido a comprar afuera. ¿Por qué no mandó a Olga? ¿o a la niñera? Hasta podía haber pedido un chofer de la oficina. Ella no le contestó y él decía puta madre a cada rato. Movía tanto los brazos, su cinturón de cuero marrón se asomaba, a pesar de llevar una camisa a cuadros por encima de los pantalones de tela. Él parecía no percatarse de la agitación de su ropa mientras gritaba sin parar y golpeaba la mesa donde tenía un vaso de whisky lleno, sin hielo.
Alejandra sólo quería que se callara porque alcanzó a ver a sus hijos, en pijamas, apoyados al antepecho de las escaleras, intentando mirar qué pasaba ahí abajo. La niñera estaba detrás, y se notaba que quería llevárselos a los dormitorios, pero ellos agarraban muy fuerte la barandilla. Pudo ver sus deditos blancos y cortos. Hubiese querido también verles las caras pero el esposo le agarró fuerte de la mandíbula haciéndola girar para que le prestara atención a él. Le dijo, entonces, en un tono aún más alto, que lo peor que le podía pasar era estar con ella metido en esa casa, pero que no era tan cojudo como para salir y exponer a toda la familia. Después, se tomó un buen sorbo del whisky, y llamó a Olga a los gritos para que le trajera hielo. Olga vino corriendo con la hielera y la dejó apoyada en la mesa. Se retiró inmediatamente sin decir una palabra, y sin alzar la vista.
Ni Olga ni la niñera la miran desde que su marido les dijo que tendrían que quedarse a dormir en casa lo que dure el aislamiento. Les dijo que les iba a pagar el sueldo a puertas adentro y que no se preocuparan, que iba a ser muy justo con ellas. Después les dio indicaciones de a qué horas podían comer ellas y en qué horario podrían retirarse a sus habitaciones en las noches.
Tal vez fue el día que pidieron pizza. Estaba viendo Bolt con sus hijos, la niñera en la silla de enfrente. Cuando podía, Alejandra los acariciaba y les daba besos. Ellos se paraban y se volvían a sentar, a veces saltaban, hacían caras, trataban de imitar al perro, y reían. Ella estaba contenta. El marido se había encerrado en su estudio, dijo que tenía que hacer unas inversiones en la bolsa, preocupado por cómo iba el mercado. Aunque él nunca se quedará sin dinero. El año pasado le fue muy bien, eso le dijo cuando le entregó el reloj de oro Bulova que ella le había pedido en un viaje que hicieron a Chicago. Era una edición especial, costaba treinta y cinco mil dólares.
Fue la niñera quien salió a recibir la pizza pero Alejandra le quitó la caja enseguida, diciéndole que ella se encargaría de servirla, que se podía retirar. Quizá fue en ese momento, cuando agarró la caja. Tendría que haberle puesto alcohol. Tendría que haberse puesto guantes. Tendría que haberse lavado las manos. Estaba apurada por estar con sus niños.
Ya se habían comido la mitad de la pizza cuando su marido salió del estudio, agarró un pedazo y mientras masticaba le pidió que se metiera al dormitorio. Alejandra le explicó que la niñera ya se había ido a dormir y que no quería dejar a sus niños solos, él le insistió para que entrara. Que no se iban a demorar, le dijo. Además, que para qué es pendeja y manda a dormir a la niñera, que para algo se le paga. Lo decía altanero, medio riéndose, medio exasperado. Los niños ya no veían la tele y lo miraban asustados, entonces, Alejandra les dijo, en voz bajita, que se quedaran tranquilos que mamá volvía pronto para terminar de ver la peli con ellos.
En la habitación hizo todo lo que su esposo pidió. Ya sabe lo que tiene que hacer para que él la libere rápido. El marido quedó acostado mirando su celular. Ella pasó por el baño. La película ya se había terminado cuando salió, y los niños dormían en el sillón. Ella le hizo upa al más pequeño primero y luego volvió por el segundo. Los acostó en sus camas, les dio un beso en la frente, y se sentó un buen rato en silencio a mirarlos.
Unos días más tarde, al levantarse, sintió que tenía fiebre. No dijo nada. Estaba segura de que no se iba a morir. No pertenecía al grupo de riesgo y sus síntomas eran leves. Al hospital público no pensaba ir. Desde lo del primo que no volvió a pisar uno.
Fue hace años ya. Su primer hijo acababa de nacer. Ella había tenido una cesárea y una recuperación muy lenta. El nacimiento del niño no parecía haber cambiado en nada al marido. Esa noche el bebé ya dormía cuando se escuchó un disparo. Lo primero que se le ocurrió fue tomar a su bebé que daba alaridos y entregárselo a la niñera, completamente blanca, que ya estaba parada en la puerta de la habitación sin saber qué hacer. Alejandra corrió escaleras abajo sin pensar en nada más hasta que vio la escena. Su marido con los ojos como agrandados, sin casi pestañear, se mataba de risa mientras el primo, tirado en el piso con el pie ensangrentado le decía que ya no es chiste, que no es juego, que le había dado. El marido, que parecía no creerle o no entender, seguía riéndose y le decía que mejor se calle porque le va a dar en el otro pie. Movía la pistola, la apuntaba al techo y luego al otro pie, y Alejandra, paralizada, veía su cinturón negro de cuero que asomaba por la camisa celeste del traje que ya estaba por fuera de los pantalones. Cuando el primo empezó a aullar del dolor fue cuando el marido al fin, llamó al chofer y le ordenó que se fuera con Alejandra y el herido al hospital. Que fueran a uno público para que nadie conocido los viera, y que a él ni lo nombraran. Al día siguiente, se apareció con el BMW para ella, que nunca preguntó nada más.
En la panadería, fue en la panadería, dijo Alejandra en voz alta mientras se levantaba y se tocaba la frente. Afuera, sus hijos la llamaban.